LA MISMA SANGRE

Mi abuela ha estado a punto de dejarnos cien veces. Las cien se ha ido apagando como una vela en sus últimos suspiros, y en ese hilo entre la vida y la muerte en el que algunos tienen la suerte o la desdicha de poder decidir qué camino elegir, ella decidió que nosotros merecíamos la recompensa de verla renacer, tras meses de atenciones desmedidas. Las cien veces decidió volver.

Pero un día de 1998 que nunca olvidaré, en uno de sus repentinos achaques que nos acercaba a todos de nuevo el olor del hospital (su segunda casa, casi), mi abuela me hizo llorar. Si me hubieran dicho entonces que las piedras son capaces de hacerlo lo habría creído, porque aquel día yo me sentí estatua que derrama en forma de lluvia todos los dolores de un alma que no se le presupone. No podía moverme. No quería que ella, en el caso de que fuera capaz de verme, percibiera mi dolor. Tenía que transmitirle alegría en aquel momento. Mantenía el rictus firme, y toda la energía que hubiera derrochado en las muecas resquebrajadas de un llanto libre, se concentró en mis ojos en forma de un río imparable de tristeza. La naturaleza cambió los papeles y me vi cuidando de ella como veinticuatro años antes seguro que ella había hecho por mí: la papilla, el cariño y el aliento a la vida (que se va o que llega…). Ese día asumí por vez primera que mi abuela iba a morir. Pronto.

Madrid, 1998

 

Queridísima abuelita:

Quiero decirte algo ahora que todavía me escuchas. Aunque no comprendas mis palabras, aunque cierres los ojos e inclines la cabeza, sé que sabes que estoy aquí. Que entiendes mis caricias y percibes lo que quiero decir con mi tono de voz.

Hoy, abuelita, quiero contarte que he entendido por qué en la literatura se habla siempre de ancestros. He comprendido el significado de la palabra antepasado, y he vivido en mis carnes la unión, las raíces y los lazos de sangre. Y hoy, con veinticuatro años, antepongo a la vejez la palabra respeto con más cariño que nunca.

He sentido que eras una parte de mí, o más bien he comprendido un poquito mejor de dónde vengo. Y abuelita, quiero decirte que nunca estarás sola, que estás presente de alguna manera en todos nosotros, que te llevamos dentro.

Sé, abuelita, que hoy has decidido tirar la toalla, que te has plantado. Que nos estás llamando a todos para que te tomemos en serio. Y no te voy a culpar por ello, claro que no. Puedes dormir en paz. Sólo te deseo la muerte más dulce, abuelita, que no tiene por qué ser mala. Que tú has decidido que vas a ser más feliz así, pasando a la memoria y al corazón de todos tus nietos y todos tus hijos.

Espero, abuelita, que tu vida, a pesar de los dolores que sólo tú que llevas su nombre los comprendes, haya sido cálida entre nosotros. Seguro que sí. ¿Sabes, abuelita? Esto sólo te lo cuento a ti: esta noche no podía respirar y me desperté pensando que había llegado el final. Entiendo que es una forma de comunicarte, abuelita (un poco dura, por cierto, como tú siempre has sido para ello). Pero recibí tu mensaje. Sé que la telepatía existe, que la comunicación entre las personas también puede hacerse a distancia. Abuelita, cuánto me estás enseñando al final de tus días, cuánto estoy aprendiendo de ti. Ahora también sé por qué me compenetro tan bien con mi madre y por qué a veces siento que mi hermana y yo, somos almas gemelas. Porque todas llevamos LA MISMA SANGRE.

Qué sabia es. Me enseñó uno de los misterios de la vida y para hacerme comprender se prestó ella a rozar la muerte. Cuánto la admiro. Mi abuela no murió entonces. Con ella entendí el valor de la unión de las venas y me encariñé con la palabra «familia» (que siempre me había parecido carente de sentido, por lo usada, como cuando repites un vocablo tantas veces que acabas rechazando su sonido). Y ahora pronuncio la palabra «raíces» con un escalofrío.

El otro día conocí a un hombre. Era muy sensible. Me explicó que los mejores artistas son hombres porque necesitan crear arte para suplir la carencia de no ser capaces de hacer lo más bonito que hay en el mundo: dar vida. No comparto su razonamiento, pero es una idea muy poética y muy especial para venir de un hombre (por el hecho de que no suelen mostrar tanta empatía con la maternidad, nada más). Él me confesó que nunca se sentiría completo hasta que no fuera capaz de crear un hijo. Triste frustración.

Cuando pienso en el misterio de la vida, me da miedo. Me siento débil y vulnerable ante todo lo que me rodea. Pero tú hoy me has dado toda una lección. Tú, abuelita, aún muriéndote me has dado ganas de vivir, de perpetuar el árbol, de traspasar tu legado sea cual sea el destino final, si es que existe un destino y un final. Qué bonito secreto me has desvelado.

Gracias abuela, nunca como hoy me he alegrado tanto de ser mujer.